Muchos podrían decir que era verdadera mala suerte que
estuviera lloviendo sobre la bella ciudad en el único día en que podía tener
unas horas para pasearla y conocerla, para poder hacerla mía un poco más como
cada vez que la he visitado y solo he visto un poco de todo lo mucho que en realidad
podía ofrecer.
Muchos dirían que era realmente mala suerte que la lluvia
fuera racheada, que cayera en cortinas débiles y oblicuas sobre los sillares de
las catedrales, sobre sus campanarios y cúpulas, sobre el empedrado de sus
calles, sobre mi ropa por debajo del paraguas y que una especie de nube, de
niebla blanquecina, cubriera casi todo el paseo marítimo que podía ver desde la
plaza donde he hecho un alto en el camino comprar cigarrillos.
Sin embargo, me he despertado escuchando las campanas en la
Catedral de Santa María del Mar, tan cerca que, desde la pequeñísima terraza de
mi apartamento, podía ver sus torres. Tan cerca que apenas tenía que girar dos
calles para plantarme frente a ella y admirarla con la cabeza y el alma
inclinadas, dejando que las finísimas gotas de lluvia mojaran mi cara sin
remedio, y eso… eso era cualquier cosa menos mala suerte.
Las piedras parecían humedecerse en melancolía, el gris del
cielo las oscurecía haciéndolas parecer aún más viejas, más solemnes. Los
sillares de piedra escurrían añoranza de otras épocas, el enlosado del suelo,
que las pisadas de generaciones y generaciones habían ido puliendo, brillaba
con una pátina de lluvia dejando un color similar al oro. Las gárgolas vomitaban
chorros de agua desde sus bocas abiertas que caían directamente sobre el
paraguas de algún viandante desprevenido, como si tras tantos siglos aún
conservaran el humor y la maldad necesarios para reírse de los simples mortales
que durante siglos desfilan bajo ellas con casi los mismos afanes.
Unas gaviotas atrevidas y unas palomas animosas sobrevolaban
las torres más altas en círculos casi perfectos.
Imaginé la cantidad de gente que a lo largo de los siglos
habría pasado por las mismas losas, la misma plaza y mirado las mismas cúpulas.
Imaginé el esfuerzo de la construcción, los cuerpos de hace siglos devastados
por el trabajo hercúleo de mover sillares y piedras, de subir materiales hasta
el cielo, de tallar en piedra cada una de las formas, estatuas, plintos, gárgolas,
celosías y arcos. Imaginé a los animales cargando carros imposibles entre el
ruido de una multitud afanosa mientras a lo lejos se podría ver todavía el mar.
Por algo es la Catedral de los marineros y de la gente del
mar.
Aquel lugar habla mucho más que de una fe o que de un
momento histórico. Aquel lugar, rodeado de calles que conservan los nombres de
los gremios y oficios a los que
pertenecían las personas que allí vivían y allí laboraban, estaría lleno de
vida de una forma muy similar a la de hoy. Comercios y tabernas, tiendas y
pensiones, gente comerciando con distintas monedas y hablando en distintos
idiomas en una ciudad abierta al mar y al mundo. Los pobres y los tullidos se
apoyan en los mismos sillares para pedir sus limosnas y los cantantes se
disputan las esquinas de mejor sonoridad para cantar juglerías y tangos, ópera
y teatrillos de picaresca.
Los camareros limpian las mesas de las gotas de lluvia tras
abrir los enormes parasoles y pérgolas, tras encender las estufas de un fuego
eléctrico en el que acomodar a los
clientes en el mismo lugar donde siglos atrás los mesoneros servirían jarras de
vino especiado y encenderían lumbres que permitieran no ya calentarse si no
verse en la oscuridad.
En la noche, las antorchas iluminarían apenas una calle lo
suficiente como para poder orientarse. En las tabernas se jugarían juegos de
seducción con mujeres de moral dudosa tal como ahora hacen las personas que se
sientan en las terrazas a beber cerveza Guinness, en los rincones oscuros se
sembrarían los besos mientras otros buscarían el resguardo para su descanso en
construcciones piadosas.
En el otro lado de la ciudad están inmersos en una construcción
similar a la que yo contemplo. A su alrededor, en la plaza llena de árboles, se
comercia con productos de este siglo XXI entre el asombro de turistas que sacan
fotos con su móvil. Se venden recuerdos de la Basílica inacabada tal como
siglos atrás se venderían quizá tallas de madera u alfarería de la Catedral del
Mar. Pocos de los que cruzan aquellas calles para acceder al interior recuerdan
que en una de ellas fue atropellado por la modernidad el Maestro Arquitecto y
que murió en un hospital de indigentes manchado y sucio del trabajo antes de
que comenzaran a echarlo de menos y buscarlo por todo el lugar. Son los guías
locales quienes cuentan la historia como modernos juglares a peregrinos que se
admiran con las buenas anécdotas, restaurando en ese acto su memoria.
Las personas se agolpan en una aglomeración multicolor que
la lluvia convertirá en una especie de infierno. Será arriesgado poder pasar
entre paraguas chorreantes y afilados por las calles asfaltadas de la Basílica
tal como podía ser un riesgo pasar por los barrizales de lodo que aquellas
aguas formaron en las explanas de esta catedral.
Somos gente de muchos siglos después realizando casi los
mismos actos de muchos siglos atrás tal vez porque la naturaleza humana esta
movida por los mismos afanes y los mismos sentimientos, porque seguimos
queriendo mirar al cielo, porque seguimos buscando la luz.
No hemos cambiado tanto pese a que hayan transcurrido siglos
entre ambas construcciones, pese a que ahora yo disponga de los medios
necesarios para poder contarlo desde aquí o pese a que la tecnología haya
evolucionado tanto como para que lo lean ustedes desde allí un segundo más
tarde.
La esencia vital que nos mueve, las visiones que nos
conmueven siguen siendo las mismas. La evolución sigue su curso.
La camarera con acento de Colombia me confiesa, al ver mi
cara mirando la lluvia sobre la Catedral mientras mordisqueo un cruasán y sorbo
un café por no inyectármelo en vena, que lo mejor de su trabajo son las vistas.
Sin duda. Un auténtico privilegio.
Ver cada mañana esa belleza, el actuar de esas fuerzas
opuestas que mantienen la enorme construcción en pie es una merced laboral que
pocos alcanzamos.
Me pregunta si estoy de turismo y le confieso con un punto
de arrobo que he venido a presentar mi primer libro entregándole como propina
(ahí peco de españolismo) unos marcapáginas para ella y sus compañeros. La
bohemia de la ciudad hace que algo que a mí me parece extraordinario para ella
sea habitual y me da la enhorabuena. No soy la única que llega a Barcelona con
un libro bajo el brazo o con partituras o dibujos o lienzos o sueños.
Pienso cuantas personas a lo largo de los años habrán ido
con mis mismas quimeras. Es como un ciclo que se va repitiendo y que tal vez
nunca llegará a su fin porque nos seguirán moviendo también las mismas
motivaciones.
Te irá bien me dice. Ojalá me atrevo a contestarle.
Y sigue lloviendo mientras termino de desayunar y me dirijo
a pasear la lluvia por Barcelona a las 8 de la mañana bajo un cielo gris y una
ciudad sin transeúntes.
La cabeza va escribiendo mientras mis pies me llevan al
paseo marítimo. Mi alma de autora sabe que hay una especie de lección en mis
pensamientos que tengo que absorber tal como los árboles de la Llotja absorben
la lluvia. Solo hay que estar atenta y mirar.
La lluvia permite ver cosas que el sol oculta, solo hay que aprender
a mirarlas.
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